Cucufato[1]
era un niño de siete años, de piel morena, cabello castaño y de ojos negros.
Siempre gritaba y hacía enojar a la gente mayor. Cuando tenía un berrinche, se
arrojaba al piso, daba cinco vueltas y se quedaba callado en un rincón. A
Cucufato le gustaba perseguir y maltratar a los gatos: les amarraba lazos con
corcholatas a la cola o en el cuello. No le gustaba la sopa, los frijoles y las
lentejas. Con ellas –las lentejas– se ensañaba con más ferocidad.
Cada vez que su mamá traía las
lentejas del mercado, se robaba la bolsa, le hacía un hoyito y se iba corriendo
por toda la calle hasta que no quedaba ni un solo grano.
Un día, un viernes, específicamente, no
pudo hacer lo mismo, porque... ¡lo habían castigado en la escuela! (por eso les
digo que si les jalan las trenzas a las niñas, se pueden quedar con ellas y eso
es mal negocio).
Al llegar Cucufato de la escuela, se
dispuso a perseguir al gato atigrado de su vecino, pero no lo encontró, pero
tampoco encontró a su “Dorotea”, gata blanca.
Cucufato se puso triste, muy triste.
Se acercó al chabacano de su jardín y se dedicó a contar hormigas rojas y
negras, luego se subió al árbol y contó aviones. Su mamá lo llamó a comer.
La señora Cucufata le acercó un plato
de salchichas en jitomate. Comió sin decir palabra alguna, mientras le traían
las tortillas calientes de la cocina.
Cucufato se quedó sólo en el comedor y
con ganas de hacer una travesura. Pensaba: “¿Qué haré?” Su mamá vino, se llevó
el plato vacío y regresó con otro.
Cucufato no podía quitar su cara de
sorpresa al ver el plato de lentejas. Sus ojos estaban enormes y no sabía qué
hacer.
El teléfono empezó a repiquetear para
su suerte. “Te comes las lentejas” sentenció su madre e inmediatamente fue a
contestar la llamada.
Miró largamente las lentejas sin decir
nada.
De pronto, una pequeña lenteja verde
oscuro dijo: “¿Por qué no nos comes? Somos muy sabrosas”. “Si nos echan
rebanadas de plátano macho, todavía más”, dijo otra. Dos lentejas más
jacarandosas gritaron: “¡Somos más ricas con tocino...!”
Cucufato se atrevió a gritar muy enojado: “¡A mí nunca
me gustarán las lentejas, nunca!” Entonces agarró su cuchara y atrapó a las
cuatro lentejas habladoras y las arrojó al bote de la basura.
Las lentejas hicieron una reunión en
el plato, mientras Cucufato iba por agua de sabor a la cocina para ocultar el
sabor de las lentejas. Pero...
Los gatos empezaron a maullar de miedo
en el jardín.
Tomó su vaso con limonada y se sentó
frente a su plato. Tenía una difícil decisión: comer las lentejas o recibir una
tunda de su madre. Se armó de valor y tomó la cuchara. Sabía que no podría
engañar a su madre.
Las lentejas esperaron el momento oportuno y cuando Cucufato se acercó
al plato, una lenteja le brincó al rostro, pero cayó al piso. Cucufato miraba
azorado a la lenteja en el piso y, de pronto, todas las lentejas, cada grano de
diferente tono verde, como si fuera un chorro de agua que saliera de una manguera,
cubrió poco a poco a Cucufato. No pudo gritar, porque un grupo de lentejas le
tapó la boca. Cucufato sintió que se derretía como un pedazo de hielo bajo el
sol.
“¡Mamá!”, gritó, pero nadie lo
escuchaba: Cucufato se había convertido en una lenteja más. La “Dorotea” de
Cucufato se asomó por la puerta de la cocina y partió a gran velocidad.
La señora Cucufata regresó y encontró
las lentejas y gritó: “¡Cucufato, ven aquí! ¿Dejaste meter al gato otra vez...?
¡Cucufato...! ¿Quién tiró el plato de lentejas...?” La mamá de Cucufato se
enojó muchísimo, sin embargo fue por la escoba y el recogedor para limpiar el
desorden. Cuando dio la primera barrida, Cucufato gritaba que no lo hiciera,
porque él estaba ahí.
“¡No mamá, no lo hagas...!”, gritaba
desesperado desde el recogedor.
Al caer en el interior del bote de la
basura ya no pudo gritar más. La señora Cucufata esperó a que llegase Cucufato,
pensaba que había salido al patio a jugar, pero al darse cuenta de que no
aparecía, lo buscó. No lo halló en el jardín, ni bajo su cama, ni dentro del
ropero. Preguntó a sus amigos y vecinos, pero nadie le pudo dar razón de su
hijo. Doña Cucufata lloró por mucho tiempo.
A Cucufato no lo volvieron a ver,
porque se perdió en un basurero municipal.
Ángel Emiliano
Herrera Maguey
(Julio 20-26,
1993 - octubre, 2012)